EL TABLERO. TIEMPOS
DIFÍCILES (PARTE I)
Sus
piernas estaban ancladas en el suelo. El frío le recorría todos los huesos de
su cuerpo. Su corazón latía acelerado, consciente de lo que se avecinaba. Junto
a él, hombres apiñados portando temblorosos sus armas. Inseguros. Aterrados.
Trinto
apenas contaba dieciocho inviernos. Hijo de inmigrantes, no procedía de una
familia adinerada, pero tampoco había conocido la pobreza. Nunca faltó un trozo
de pan en su plato ni una manta en su cama. De la noche al a mañana e
arrancaron de brazos de su madre, de su casa, de su hogar. Le enviaron muy a
Levante. Unas clases aceleradas de espada, un fardo y una cantimplora fueron su
único equipaje. Ahora se encontraba allí, en aquellas montañas nevadas,
esperando aparecer una horda de Ugris. Ni en sus peores pesadillas había
imaginado un lugar como ese.
Las
Montañas del Suspiro eterno no eran del agrado de ningún hombre vivo. De hecho
no eran del agrado de ningún ser vivo, salvo los despreciables Ugris. Unas
cumbres se alzaban más allá de lo que abracaba la vista. La nieve poblaba
siempre sus cumbres. Pero peor aún era el hecho de ser la morada del pueblo
Inetu de los Ugri, liderado por Janencu. Para ellos, más resistentes al frío,
era el lugar perfecto. Cuevas profundas y situadas entre enormes riscos les
protegían durante el día. Por la noche, los grandes repechos como llanuras de
la montaña les servían de poblado. Llevaban allí veinte años. Para un poblado
Ugri, mucho tiempo. Pero los Inetu no tenían intención de moverse de ahí.
Trinto
se palpó los muslos, comprobando que aún estaban en su sitio. Llevaban en
formación de ataque una hora. Puede que más. Él estaba en primera línea, a unos
doscientos metros del centro del pequeño repecho. Rodeado de montañas. Su
pelotón era infantería ligera. Doscientos hombres. Espadas cortas y escudos de
madera. Nada de equipo especial. Campesinos y bandoleros convertidos en
soldados. Carne de cañón barata. Tras él, los famosos Acorazados de Otmag.
Hombres dedicados al combate. Entrenados desde niños. Adiestrados como lobos.
Los Otmag llevaban armaduras de cuero negro. Largas espadas en una mano.
Grandes escudos de bronce en la otra. Acorazados de Otmag. Hijos predilectos de
Aisur. Tras ellos, unos cincuenta arqueros. Viejos veteranos en su mayoría.
Trescientos
hombres en total, preparados para hacer frente a unos ciento cincuenta Ugris,
según los espías. Enviados allí por el Rey Riknag como parte del tributo anual
a Carpetania. En esta ocasión, pincharon hueso. Combate duro. Enemigo fiero.
Frío infernal.
Al
frente del destacamento, el General Gragmir, hombre recio y primo-hermano del
Rey. Con él no habría retirada. Victoria o muerte. Junto a él, Duarte. Los
Carpetanos siempre ponían a un delegado entre las tropas aliadas. El mensaje era
claro, estáis bajo nuestro control.
Entre
la espesa niebla se oyó un rugido. Un sonido gutural procedente del otro lado
del repecho. A Trinto se le heló la sangre. Pidió a los dioses volver vivo a su
casa. No obtuvo respuesta. Sintieron el suelo vibrar. Sintieron miedo. Los
soldados se miraban entre ellos. Buscaban una salida a esa locura. Cuando se
volvían sus miradas se topaban con la de Gragmir y los Acorazados. Fuese por un
lado o por otro, no había salida posible. Victoria o muerte. Comenzaron a verse
grandes figuras entre la niebla. El primero en aparecer mediría cerca de dos
metros sesenta. Portaba una rudimentaria armadura de cuero y blandía una maza
con púas. Tras él fueron apareciendo más. Y más.
Gramgir:
“Arqueros… ¡Disparad!” Las órdenes del General resonaban entre los gritos de
los Inetu. Las filas humanas, en silencio.... (Continuará)
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