martes, 5 de noviembre de 2013

EL TABLERO. TIEMPOS DIFÍCILES (PARTE I)

EL TABLERO. TIEMPOS DIFÍCILES (PARTE I)
Sus piernas estaban ancladas en el suelo. El frío le recorría todos los huesos de su cuerpo. Su corazón latía acelerado, consciente de lo que se avecinaba. Junto a él, hombres apiñados portando temblorosos sus armas. Inseguros. Aterrados.

Trinto apenas contaba dieciocho inviernos. Hijo de inmigrantes, no procedía de una familia adinerada, pero tampoco había conocido la pobreza. Nunca faltó un trozo de pan en su plato ni una manta en su cama. De la noche al a mañana e arrancaron de brazos de su madre, de su casa, de su hogar. Le enviaron muy a Levante. Unas clases aceleradas de espada, un fardo y una cantimplora fueron su único equipaje. Ahora se encontraba allí, en aquellas montañas nevadas, esperando aparecer una horda de Ugris. Ni en sus peores pesadillas había imaginado un lugar como ese.
Las Montañas del Suspiro eterno no eran del agrado de ningún hombre vivo. De hecho no eran del agrado de ningún ser vivo, salvo los despreciables Ugris. Unas cumbres se alzaban más allá de lo que abracaba la vista. La nieve poblaba siempre sus cumbres. Pero peor aún era el hecho de ser la morada del pueblo Inetu de los Ugri, liderado por Janencu. Para ellos, más resistentes al frío, era el lugar perfecto. Cuevas profundas y situadas entre enormes riscos les protegían durante el día. Por la noche, los grandes repechos como llanuras de la montaña les servían de poblado. Llevaban allí veinte años. Para un poblado Ugri, mucho tiempo. Pero los Inetu no tenían intención de moverse de ahí.
Trinto se palpó los muslos, comprobando que aún estaban en su sitio. Llevaban en formación de ataque una hora. Puede que más. Él estaba en primera línea, a unos doscientos metros del centro del pequeño repecho. Rodeado de montañas. Su pelotón era infantería ligera. Doscientos hombres. Espadas cortas y escudos de madera. Nada de equipo especial. Campesinos y bandoleros convertidos en soldados. Carne de cañón barata. Tras él, los famosos Acorazados de Otmag. Hombres dedicados al combate. Entrenados desde niños. Adiestrados como lobos. Los Otmag llevaban armaduras de cuero negro. Largas espadas en una mano. Grandes escudos de bronce en la otra. Acorazados de Otmag. Hijos predilectos de Aisur. Tras ellos, unos cincuenta arqueros. Viejos veteranos en su mayoría.  
Trescientos hombres en total, preparados para hacer frente a unos ciento cincuenta Ugris, según los espías. Enviados allí por el Rey Riknag como parte del tributo anual a Carpetania. En esta ocasión, pincharon hueso. Combate duro. Enemigo fiero. Frío infernal.
Al frente del destacamento, el General Gragmir, hombre recio y primo-hermano del Rey. Con él no habría retirada. Victoria o muerte. Junto a él, Duarte. Los Carpetanos siempre ponían a un delegado entre las tropas aliadas. El mensaje era claro, estáis bajo nuestro control.
Entre la espesa niebla se oyó un rugido. Un sonido gutural procedente del otro lado del repecho. A Trinto se le heló la sangre. Pidió a los dioses volver vivo a su casa. No obtuvo respuesta. Sintieron el suelo vibrar. Sintieron miedo. Los soldados se miraban entre ellos. Buscaban una salida a esa locura. Cuando se volvían sus miradas se topaban con la de Gragmir y los Acorazados. Fuese por un lado o por otro, no había salida posible. Victoria o muerte. Comenzaron a verse grandes figuras entre la niebla. El primero en aparecer mediría cerca de dos metros sesenta. Portaba una rudimentaria armadura de cuero y blandía una maza con púas. Tras él fueron apareciendo más. Y más.

Gramgir: “Arqueros… ¡Disparad!” Las órdenes del General resonaban entre los gritos de los Inetu. Las filas humanas, en silencio.... (Continuará)

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