el
tablero. TIEMPOS DIFÍCILES (PARTE II)
Gramgir:
“Arqueros… ¡Disparad!” Las órdenes del General resonaban entre los gritos de
los Inetu. Las filas humanas, en silencio.
De la
primera hondonada de flechas apenas la mitad dieron en el blanco. De los Ugri
impactados, sólo dos cayeron. El resto continuó su inexorable carrera hacia el
enemigo. Enemigo y cena. No sólo era supervivencia, era necesidad.
Al
unísono, los Acorazados sacaron las espadas de sus fundas. La infantería ligera
no lo tuvo tan fácil. Algunos de ellos no tuvieron la precaución de mantener
sus fundas descongeladas. Sus gestos de horror al comprobar que no podían sacar
sus espadas se quedó grabado en la mente de Trinto. Ojos desorbitados,
perdidos.
Gramgir:
“Arqueros, disparad”
Segunda
hondonada. Cayeron unos veinte. Veinte menos que matar. Trinto volvió a girarse
para ver la cara del hombre situado a su derecha. Intentaba por todos los
medios sacar su espada de la funda.
Desesperado, se volvió a Trinto e intentó quitarle la suya. En ese momento todo
le pareció al joven ir a cámara lenta. Primero vio como un hacha perforaba el
cráneo del improvisado ladrón de espadas. Sus ojos, ya sin vida, aún estaban
llenos de miedo. Después sintió el calor de la sangre contra su cara. Casi la
agradecía tras horas de sufrir ese helador viento. Giró lentamente su cabeza
hasta observar al Ugri que tenía ante él. Dos metros setenta. Poco pelo. Gran
cabeza con gesto de ira homicida. Piel marrón. Apretaba tanto los dientes, amarillos
y negros, mientras intentaba sacar el hacha de la cabeza de su víctima que de
sus encías manaba abundante sangre. Entonces Trinto dejó de sentir miedo.
Simplemente no sentía nada.
La
cámara lenta cesó de golpe. Cuando quiso darse cuenta, su espada estaba
incrustándose en el cuello de su enemigo. Pudo sentir como penetraba su carne.
Y le gustó. Retiró la espada del cuello dejando salir un gran chorro de sangre
de la arteria carótida de aquel ser. Sólo pudo llevarse la mano al cuello y,
con gesto de incomprensión, caer de rodillas mientras miraba a su verdugo y
morir.
La
primera holeada de bestias había hecho mella en la infantería, que se
encontraba visiblemente mermada. Pero algo más de la mitad resistían. Habían
resistido la primera acometida. Bajas, unos cien soldados. Ugris, unos
cincuenta. Entonces Gramgir volvió a gritar: “Avanzad”. Los Acorazados de Otmag
empujaban desde las filas posteriores. No querían que los hombres se diesen
cuenta de lo que estaba sucediendo. Tomar un segundo para pensar podía suponer
su muerte certera. Mas no hacerlo no significaba sobrevivir. Cuando habían
caminado apenas diez metros, el resto del pueblo Inetu apareció. Los espías
habían acertado, quedaban unos cien.
El
choque fue brutal entre ambos contingentes. Muchos soldados cayeron. Trinto se
hallaba en combate con un Inetu. La maza de aquella bestia había destrozado su
escudo de dos golpes. Trinto, rodilla en suelo, vió su oportunidad. Minetras el
Ugri alzaba de nuevo su maza para rematar al indefenso humano, el joven se
adelantó. Se impulsó con el pie de apoyo e incrustó su espada bajo las
costillas de su enemigo en dirección ascendente. Perforó el corazón. Murió de
inmediato. La bestia comenzó a caer hacia delante, en dirección al chico. Trito
intentó sacar la espada pero no pudo. Casi con el Inetu sobre el Trito sintió
como alguien le apartaba. No hubiese muerto aplastado pero la humillación no
hubiese resultado cosa baladí. Al girarse puedo ver a un Otmag mirarla
sorprendido al otro lado de su Yelmo de cuero negro. “Bien muchacho. Que no
quede uno en pie”
Entre el fragor del combate, Gramgir pudo ver
a Janencu, creando gran masacre entre sus hombres. Cuando llegó a su altura
matando a cuanto ser se encontró a su paso, el líder tribal ya se encontraba
rodeado de varios Acorazados e hincaba rodilla en tierra. “Lo quiero vivo” dijo
con voz solemne, “lo llevaremos a Eimeria”. Miró a Duarte, este asintió. “Como
ordene mi general” respondió uno de los Otmag. Gramgir miró a Duarte. El
delegado Carpetano estaba empapado en sangre, pero poca era suya. Su miraba
denotaba que no había ningún tipo de piedad en ese corazón. Sus heridas, aun no
siendo graves, debían ser tratadas, pero eso no le importaba. Ese hombre vivía
para cumplir órdenes. En ese instante Gramgir supo, que si la orden era darle
muerte a él, Duarte no dudaría ni un segundo en hacerlo.
Los
poco Ugri que huyeron fueron cazados más tarde.
Unas ciento ochenta bajas era el abrumador balance para los Aisur.
Trinto no figuraba entre ellas. Para el General, las cuentas eran distintas,
veinte Acorazados muertos. Para Duarte, la resolución del combate era clara,
victoria.
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